La ciudad se aletarga. La calle está
saturada de seres imprecisos. Crecen rascacielos entre los árboles. Todos
caminan en silencio, enredados en la afonía de la noche. Intento confundirme
entre ellos. Les rozo las manos e imito su caminar lento. Pero no hay
respuestas, no hay miradas, ni siquiera una sonrisa esquiva o un gesto de
reproche. Marchan ordenados, uno detrás de otro; equidistantes, formando una
línea infinita. Llueven luces de neón. Veo un individuo que acelera su
paso, que huye de la fila. El resto sigue su caminar impasible. Luego cae
y su cuerpo queda tendido en el asfalto. Se acercan dos hombres uniformados y
vuelven a ligar las cuerdas a la cruceta. Él se levanta robotizado y se incorpora a la hilera.
Por sus mejillas de madera caen dos lágrimas que inundan el pavimento. Miro a
mi alrededor, pero no distingo más color que el gris, ni reconozco más
sonido que el chirrido amargo de sus lloros al estrellarse contra el suelo.
Todos sollozan. Asustado empiezo a correr hacía la lejanía. La línea del
horizonte es cóncava y, entre ella y el cielo, sólo se alza el
vacío. Nadie me mira, nadie me habla. Me persiguen. Corro.
© Xavier Blanco 2012.