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martes, 31 de julio de 2012

280 Cristales rotos


Convocatoria de relatos cortos "Historias de portería"Hoy en la Esfera cultural podéis leer (y comentar)  mi texto Cristales rotos. Esta es mi participación en el concurso Historias de Portería. En La Esfera Cultural encontraréis las bases del concurso, y leer los textos presentados. El plazo para participar finaliza el próximo 15 de agosto. 


Yo marcho de vacaciones, al pueblo, como antaño. Espero encontraros por aquí a la vuelta. Un abrazo a tod@s, los mejores deseos, son días perfectos para escribir, para descansar, para leer, o para no hacer nada. 


Podéis leer Cristales rotos aquí.
Aquí podéis escuchar el texto, narrado por La Voz silenciosa, con efectos especiales incluidos:

miércoles, 9 de noviembre de 2011

202 El Principito.


Hace tiempo que escribí este texto, hoy lo recupero para compartirlo con vosotros. Le tengo un cariño especial...Los amigos de Breves no tan Breves lo publicaron en su espacio, hace ya algunos meses.


Llevaba horas esperando, sentada en aquella silla de cuero envejecido. La sala era áspera y mortecina. Aparte de la señora que la recepcionó al entrar, no había sido capaz de detectar presencia humana alguna. Volvió a mirar el reloj. La puerta se abrió, y un señor bajito, sin edad, con aire de persona instruida y voz grave, deletreó su nombre. Ella entró en la consulta y, sin más dilación, se dejó caer en el diván, desbocada por sus preocupaciones.

- No tengo nada contra papá Lewis, no me canso de repetirlo. Él no pudo hacer más. Sí, ya lo sé, nunca llueve a gusto de todos, pero tampoco es eso...
- Siga, por favor…
- Sí, sí, ya le cuento, sin más demora. Fácil tampoco ha sido: apareció aquel conejo y después, eso de nadar en un mar de lágrimas, crecer y decrecer, como si fuera una mujer elástica, y además lo del abanico, y eso sólo fue el principio. Mi vida ha sido una pesadilla…
- No se pare por favor…
- La verdad, los animales me gustan: el pato, el loro, el aguilucho, el ratón y el dodo.
- ¿Cómo dice?
- El DO-DO, normal que no lo conozca, hace años que se extinguió. Vivía en las Islas Mauricio. Es como una paloma. Si busca en la enciclopedia, mire la entrada "aves columbiformes". Además es un ave que no vuela. Algunos animales me gustan más, y otros menos. Entre estos últimos, el conejo blanco... y los gatos, esos tampoco…. - Se paró un momento y, sin preguntar, bebió el líquido de un vaso que había en la mesita. Saboreó el brebaje, esperó, pero no ocurrió nada. Bostezó. El señor parecía contrariado.
-  Siga Señorita, no pare, que esto se pone interesante.
- Usted no sabe lo que es discutir con una oruga azul, y ya no me paro a explicarle lo de la tortuga mutante, y lo del señor cara de pez, sería demasiado largo - el matasanos la miró extrañada -. Usted debe de creer que estoy loca. ¿Sabe qué? Ahora le hablaré de mí. No tengo hijos, ni siquiera me casé; la verdad, nunca he conocido hombre alguno. Yo siempre soñé con El Principito, era mi amor platónico, mi héroe, pero no tuve oportunidad de conocerlo. Seguro que nos hubiéramos entendido a la perfección. En el fondo los dos somos unos incomprendidos.
- ¿Y a qué se dedica usted? Seguía mirándola.
- Es difícil de explicar. A mí me hubiera gustado ser la Caperucita Roja. Incluso me hubiera conformado con protagonizar Blancanieves, pero nunca me dejaron elegir.
- Dejemos por hoy la explicación. Mire esta imagen y dígame que le sugiere.
- Señaló con el dedo. Aquí la tiene, la reina de corazones.
- ¿Y cómo dice que se llama usted?
- Yo, Alicia…
- ¿Y de dónde dijo que venía?
- Se lo dije a la señora de la entrada, lo anotó en la ficha sin mirarme y sin expresar palabra alguna. Si quiere también se lo digo a usted, pero está en la ficha.
- Él observó la cartulina amarilla, llena de anotaciones, Se la quedó mirando fijamente, cómo si un cataclismo hubiera abierto una falla entre los dos. Interesante, dice usted que viene de “El País de las Maravillas”. Grave no es, pero creo que la terapia será mas larga de lo previsto.

© Xavier Blanco 2011. 

lunes, 31 de octubre de 2011

198 Elvis sigue vivo.


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No me preguntéis la fecha exacta; yo tendría ocho o nueve años cuando ocurrió por primera vez. Una motocicleta arrolló a mi perrita. Pensé en ella una y mil veces; la imaginé en el limbo. Sin saber cómo, después de muerta apareció en mi cama, corría por casa, y dormía en el sillón de papá. Sólo la percibía yo. "Poderes sobrenaturales", pensé. "Cosas del demonio", decía la abuela.

- Rafa, que el niño habla solo, dice que hay un perro.
–Tonterías de chaval abuela. 
- Este niño no es normal, se le ve en la mirada. Está poseído por el maligno.

Pasaron unos cuantos años hasta la segunda aparición; era un día gris, de esos tontos en los que nunca pasa nada. Regresaba a casa y  me saludó el espectro de tío Juan. Yo era demasiado pequeño cuando murió, apenas lo conocía, pero en la familia todos sabían que era un loco. Me crucé con él en el andén del metro. Se empezó a reír como un chiflado, no paró de perseguirme por todo el vagón.  Por suerte siempre he sido un "Juan sin miedo", pero esa primera aparición me impresionó. Yo tendría veinte años. La cosa no quedó ahí, eso sólo fue el principio Una madrugada de sábado me di de bruces con el abuelo Jacinto. Me fue fácil reconocerlo, por las viejas fotos color ámbar que corrían por casa. Manco, destrozado, la cara ensangrentada, las vísceras colgando entre los pantalones, había fallecido –una noche de Fin de Año- en un accidente de tráfico: era un zombi cualquiera. Ataviado con un sombrero de fiesta, unas guirnaldas multicolores y lanzando confetis por todo el vagón. Había escuchado a la abuela, mas de una vez, lamentarse apesadumbrada: “Mi Jacinto, en paz descanse,  buen hombre, pero era un fiestero, un bala perdida”. Ni siquiera la muerte había conseguido redimirlo. Nos lo pasamos pipa. Normal, uno siempre añora a su abuelo. 


Todo fue empezar y no parar, siempre en el metro. El subsuelo es el mejor hábitat para las almas del purgatorio, terreno abonado. Sucumbí a ese canto de sirenas, a esos túneles negros, infinitos, que se bifurcan una y otra vez hacia ninguna parte, poblados de cadáveres en rebeldía. Al principio no controlaba esos poderes. Interfectos que aparecían y desaparecían por arte de magia. Todo el álbum familiar desfiló ante mis ojos: mutilados de guerra, pomposas damas decimonónicas, bisabuelos anarquistas, nodrizas pechugonas, indianos que hicieron las Américas, veteranos de la Guerra de Cuba… Esos andenes se convirtieron en una máquina del tiempo imposible, en una verbena permanente.

Conocí mujeres, pero ninguna entendió mi especial sensibilidad, mi afición a los temas del mas allá. Y  lo que empezó como un juego, me acabó cautivando. Dejé el trabajo; lo dejé todo para entregarme, sin contemplaciones, a este vicio de los difuntos. Me paso los días, las semanas, recorriendo andenes y vagones con desesperación, buscando almas perdidas, espíritus taciturnos, penitentes de la vida, cofrades de la expiración, con los que compartir unas risas, un pitillo, unas reflexiones. No puede existir vida mas placentera. Poco a poco empecé a controlar esas apariciones, ampliando así la galería de fantasmas. Mis pretensiones son órdenes divinas. Ya no puedo parar. Los domingos de partido, transito por la estación cercana al Estadio departiendo con viejas glorias del balón. Así fue como conocí a Kubala. Los días de estreno, en la parada de Opera, desfilan ostentosas mezzosopranos y altivos tenores. Nada comparable con las fiestas que acaecen los fines de semana en la estación cercana a la zona de los Teatros, repletas de viejas glorias del” Music Hall”: mujeres de vida disoluta, hampones sin corazón,  trapecistas sin red, saltimbanquis de la vida, domadores de sueños, aprendices de nada…. Todo un elenco de estrellas que nunca lo fueron. Cuántas cosas te enseña la vida…

Perdonad, no me he presentado. Algunos me conocéis: soy ese caballerete taciturno, de pelo ralo, barba canosa y traje gris raído, que arrastra su carrito por la Estación Central. Duermo en la calle esperando que me despierte el alba, soñando la hora de apertura de los andenes, para entregarme sin mesura a esta danza de esqueletos. Así una jornada tras otra. Llevo meses pensando en Elvis, pero nada, no aparece, cosa que confirma que el de Memphis sigue vivo.


© Xavier Blanco 2011.

Este Relato fue presentado al concursos de Relatos de Transportes Municipales de Barcelona, sin éxito. 

viernes, 28 de octubre de 2011

197 Los muertos no hablan.

La lluvia continuaba tamborileando la techumbre. Las gotas resbalaban por los cristales opacos, semejando lágrimas, lloros cansados. La muchedumbre comprimía la estancia -un espacio diminuto y descarnado-. La humedad impregnaba, carcomía los huesos; el aire  pastoso,  mefítico, convertía el aposento en un hontanar. Siempre la lluvia, la maldita lluvia que no respeta ni a los muertos. La luz de la noche encumbraba el féretro, y aquella tez pálida cortada por una sonrisa irónica presidía la sala, como si se tratara de un tótem, de un árbol sagrado.  María, ataviada con su máscara de pena, disfrazada de negro azabache observaba: no hay peor muerte que el mutismo del velatorio, peor martirio que la melodía fúnebre que canturrea un coro de plañideras cercando el ataúd. En ese instante,  cuando el silencio de la expiración desgarraba sus tímpanos, sin razón aparente, como si las campanas de la iglesia hubieran tocado a retirada, la gente, los amigos, los familiares, empezaron a desfilar marcialmente. Se fueron despidiendo, uno detrás de otro, en fila, ordenados. Ella, como si fuera una enseña, una triste bandera,  sentía sus abrazos sudorosos, sus resuellos fétidos, sus pésames cansinos. 

Ya sola, miró la luna, insignificante, acuchillada por la lluvia, suspendida en ese cielo desabrigado de estrellas. Cerró la puerta y abrió su alma, desbordada de lamentos. Contempló por última vez el sarcófago, el cuerpo de su marido amortajado, su mirada pétrea. Su sombra, obligada por la luz alicaída de la vela, se reflejaba en el techo desconchado, raído por el tiempo, y fragmentada en mil pedazos eclipsaba su cuerpo diminuto. Tragó saliva invadida por el miedo. Cansada, asediada por la vida, se dejó caer en el escaño, fue capaz de mirarlo otra vez, la última. Creyó escuchar su voz, se estremeció al pensar que podía ser un sueño, una pesadilla,  que la puerta se volvería a abrir y él, esbozando una sonrisa macabra, traspasaría el umbral. Se quedó sin aliento, se asfixiaba, su boca garabateó una sonrisa, tantos años sin respirar que su cuerpo se había acostumbrado a vivir sin aire: los muertos no hablan, no gritan, ni siquiera maltratan, pensó. Los muertos están muertos, no son nada, sólo pasto de gusanos, recuerdo de beatas.  “Con la cuchara que escojas comerás”, le dijo su madre días antes de casarse, cuántas veces recordó aquella sentencia, treinta años comiendo sobras, ayunando felicidad. Miró la garrafa de aguardiente, solitaria encima de la mesa,  llena de veneno, de ese  bebedizo que había finiquitado la vida de su marido, que había lacerado la suya durante treinta años. Poco para toda una vida. 

Se quitó la máscara, se despojó de esas ropas enlutadas, se hubiera quitado la dermis si hubiera podido; dispuso la maleta sobre la cama, que rellenó con cuatro trapos y un par de zapatos. Cerró la puerta con fuerza. La muerte llega en un relámpago, en un instante, pero la vida es eterna, comienza cada día. Si te dan a elegir entre la vida y la muerte, por aciaga que sea, uno prefiere vivir, y al final aprendes que la muerte es solo eso, una tomadura de pelo.


© Xavier Blanco 2011. 
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Si tienes algo mas de tiempo para perder, puedes hacerlo leyendo este relato:
159 Frio Verano.

martes, 30 de agosto de 2011

150 La muerte no tiene vacaciones (en tres Actos)


Los amigos de La Esfera Cultural
me han publicado hoy este relato de verano.
Espero que os guste.


ACTO 1. La vida pasa.

La jornada emergió azul; la brisa, suave; el sol, humano. La luz del día penetraba entre las oquedades del cortinaje, ofensiva, insultante, encumbrando el desorden, la anarquía de aquella desconsolada habitación de hotel. Se oteaba el mar. Ella, allí sentada; absorta, en el vidrio de la ventana se reflejaba su mirada cansina; sus ojos perdidos en el horizonte, la sombra de su existencia irradiada en el batir de las olas. Estremecida, la vida que va y viene, la vida que  te moja, que te cala, que te empapa... Así estaba, meditabunda, abstraída, ensimismada, cautiva de sus aprietos, presa de sus problemas, esclava de sus ahogos. Los minutos que pasan, las horas que se suceden, el día que cae, que huye, el sol perezoso, camino del ocaso. Nubes de crepúsculo, frío, sus sueños, sus ilusiones saturadas de tristeza, de estruendos, de sal y de arena. Allí estaba, barruntando pensamientos, la vida convertida en una ruina, devastada, calamitosa; el ruido de sus angustias, la cantinela de sus obsesiones, le impidió escuchar el eco de su consciencia, raída, huérfana de satisfacciones, su cerebro martilleaba a consternación, a desesperanza. 

ACTO 2. Desde la ventana

El azul del cielo devino gris, tal vez negro; una soledad prepotente, vacía, inmensa, envolvió su contorno, su cuerpo sudoroso, su mente desgastada naufragaba en un mar hórrido, atroz, como si la bolsa amniótica de la existencia se hubiera roto hecha añicos, fragmentada en mil pedazos. En ese momento abrió el ventanal que le permitía ver el mundo, cortó el cordón umbilical que le unía a la vida y, retando a la ley de la gravedad, se arrojó al vacío. Mientras su cuerpo peregrinaba por el acantilado de la muerte, caviló en el mas allá: ¡puta vida!, no había túnel oscuro, ni luz cegadora, ni siquiera vio su vida despedazada en fotogramas; ni su espíritu, ni su alma, se transmutaron reencarnándose en un ave, o simplemente en aire, en viento, en polvo: nada, sólo le asaltó el vértigo infinito del fracaso. Mientras se arrepentía, como siempre, percibió que la vida le había vuelto a engañar, pero esta vez no se dejó vencer y, antes de chocar contra el suelo, dejó de respirar traicionando así a la muerte. Quedó allí extendida, garabateada en el asfalto. Yo sólo la vi caer.

ACTO 3: Yo sólo la vi  caer.

Observé su mirada añil, su belleza, su rostro de princesa, y me sorprendió que su sangre no fuera azul. ¡Ojalá la hubiera conocido antes!, para auxiliarla, para socorrerla, para abrazar su hombro y susurrarle al oído  que siempre, en cualquier circunstancia, es mejor existir. Abochornado por mi osadía, me desleí en esos pensamientos y sentí frío, el mismo que envuelve al embustero, el mismo que encubre al farsante: ¿quién soy yo para enjuiciar sus actos?, ni siquiera conozco su nombre. Ella, me da igual como se llamara, tuvo valor, se lanzó al vacío y libremente eligió expirar, morir. ¿Yo?, no tengo agallas, ni siquiera cojones para pensarlo, yo solo soy un esclavo, un presidiario de las mazmorras de la vida. ¿Quién coño me he creído? ¿Quién soy yo para decirle no temas, es mejor vivir? Quizás un mequetrefe, tal vez un majadero, un mentecato. Tendría que borrar estas líneas, desmembrar estas frases, deshacer mi indolencia, pero ya no puedo, no soy capaz. Yo sólo la vi caer, como pluma de ánade que bambolea el viento, como cometa perdida rebuscando una mano, y conjeturé sus últimos pensamientos, imaginé sus postreras divagaciones y me atreví a escribir esta mierda de relato. Ni siquiera conocía su nombre, yo sólo la vi caer, quedó allí tendida, extinta, su cuerpo eviscerado, descoyuntado, naufragando en un océano de sangre.  Sí, por jodida que sea la subsistencia, por lacerante que sea la vida,  le hubiera dicho que siempre es mejor existir. Lo siento, yo sólo la vi caer desde la ventana, y la miré a los ojos.



Más relatos de verano en La Esfera Cultural  aquí

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lunes, 1 de agosto de 2011

117 Merecidas Vacaciones.




Hoy, los amigos de La Esfera Cultural me han publicado este relato, espero que os guste.


Cuidadosamente bajó la maleta del altillo. Como si se tratara de un ritual mágico, le quitó la funda protectora, la limpió suavemente y la dispuso sobre la mesa. No recordaba cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de unos días de descanso, de unas merecidas vacaciones; dudó… ¿tres, cuatro años?… cinco, sí, esa era la respuesta correcta -ya se sabe, el trabajo, la responsabilidad...-.
Comprobó, de nuevo, la lista, cotejándola con todo lo que había dispuesto encima de la mesa. Como si se tratara de un control de calidad, fue repasando cada uno de los elementos: los pantalones, las camisas, los zapatos, el pijama… No faltaba nada. Pensativo, se dejó caer en la silla. Se sentía extraño: ¿vacaciones?... Él se peleaba cada día con los proveedores, se partía la cara por la empresa, él sabía de números, de resultados… nada conocía de diversiones, de esparcimientos... Ansioso observó el reloj, como queriendo parar el tiempo; su avión despegaba en tres horas.
Se levantó y escogió dos volúmenes de la estantería, dos lecturas pendientes que encajó esmeradamente entre las camisas y el pijama. Intentó serenarse. Antes de cerrar la maleta cogió la rutina, también la costumbre y las dispuso en el frigorífico; dobló cuidadosamente la prisa, también el estrés, y los ubicó en el armario, entre a la ropa de invierno. Planchó la angustia y la obsesión, que guardó en el cajón, junto a las sábanas. La eficacia y la eficiencia las almacenó en el garaje, confundidas entre las herramientas y los trastos. La responsabilidad y el trabajo quedaron escondidos en los tomos de la enciclopedia. Por último atrapó el tiempo, lo trituró con la batidora, y guardó esa pasta espesa en el congelador. Ahora sí, ya podía marchar tranquilo.
En ese momento un sonido ensordecedor, igual que una tuba desconsolada, invadió la estancia; tardó en reconocerlo, era su móvil, que le hacía aterrizar en la realidad antes de iniciar su vuelo al paraíso. ¿Quién puede ser?, pensó. Seguro que era su jefe, o algún empleado de guardia, quizás un problema grave en la empresa, tal vez un pedido devuelto… Intentó afinar su oído, pero el ruido estridente salía de todas partes y de ninguna. ¿Dónde se escondía el maldito móvil? Buscó, rebuscó, escudriñó cada centímetro de la estancia, pero nada. La melodía se convirtió en ruido, en un eco infinito que eclosionaba en su mente. Abrió la maleta, y violentamente empezó a buscar el maldito aparato: nada… desbarató las camisas, los pantalones, los zapatos; estrelló la maleta contra el suelo. Sus vacaciones hechas añicos, despedazadas...
El ruido atronador se encarceló en su cerebro. Sin saber por qué se puso a llorar desconsolado. En ese mismo instante un fatal pensamiento asaltó su cerebro, se acordó que ya no tenía tiempo para nada: lo había congelado. Abrió la nevera, pero ya era demasiado tarde, el tiempo sólo era un carámbano. Intentó darse prisa pero no fue capaz de acordarse en qué estante del armario la había depositado. Igual le pasó con el estrés, no aparecía entre tanta sábana. Ni siquiera podía angustiarse, ni obsesionarse con el maldito teléfono; esas sensaciones las había almacenado en el garaje y ahora no encontraba la llave. Miró todos los tomos de la enciclopedia pero no fue capaz de encontrar ni la responsabilidad, ni el trabajo. ¿Qué podía hacer? No le quedaban rutinas, ni costumbres, y sin ellas no sabía nadar, se ahogaba, y quedó allí perdido, disuelto en la nada, naufragando en sus dudas. 
Miró el reloj, en una hora despegaría su vuelo. El móvil seguía sonando, el problema debía de ser grave. Abrió la ventana, intentó acompasar sus pulmones, en ese momento una suave brisa acarició su rostro y una estrella fugaz surcó el cielo de mediodía: el móvil enmudeció y el silencio venteaba a brisa marina. Se levantó presto, de los restos del naufragio recogió los dos volúmenes y los billetes de avión. ¡Qué carajo, estoy de vacaciones!, fueron sus últimas palabras, antes de partir raudo al aeropuerto.

©  Xavier Blanco 2011.