
Regresa otra vez la muerte disfrazada de ángel y los
habitantes de Howland la aguardan, sentados en la quebrada, con sus túnicas
blancas y sus collares de nautilo. Los seres que moran esas tierras son
enjutos, como maderas carcomidas por la existencia, barbados de tundra, los ojos
glaucos y sus cuerpos erosionados por la lluvia y el viento. Esos
hombres son sólo memoria, un ovillo deshilachado de recuerdos: sin poder
sucumbir y sin poder engendrar, eternos pero solos. Y en el día de San
Matías, porque así está escrito, el ángel negro retorna, señala con su dedo y,
tensando su arco, dispara una flecha. Y ese haz de luz marca un único elegido
que fallece y vuelve a germinar muerto, pero humano, en la luz que lo fosiliza.
En ese relámpago, cuando la vida y la muerte interseccionan en una espera
minúscula, los seres de Howland gritan en silencio, con los ojos, con el
cuerpo, y lloran odio, sollozan sangre. Para
ellos el tiempo anida vacío como un erial pedregoso y solo queda volver a
esperar sedientos, en el desierto de la perennidad, que retorne el querubín de
la expiración y los enhebre con su estilete.