No me preguntéis la fecha exacta; yo tendría ocho o nueve años cuando ocurrió por primera vez. Una motocicleta arrolló a mi perrita. Pensé en ella una y mil veces; la imaginé en el limbo. Sin saber cómo, después de muerta, apareció en mi cama, corría por casa, y dormía en el sillón de papá. Sólo la percibía yo. "Poderes sobrenaturales", pensé. "Cosas del demonio", decía la abuela.
- Rafa, que el niño habla solo, que hay un perro, dice.
–Tonterías abuela.
- Este niño no es normal, se le ve en la mirada. Está poseído.
–Tonterías abuela.
- Este niño no es normal, se le ve en la mirada. Está poseído.
Ese fue el principio. Pasaron los años, hasta que un día me saludó el espectro de tío Juan, tipo raro, demente. Me crucé con él en el andén, en Urquinaona. Se empezó a reír como un chiflado, persiguiéndome por todo el vagón. Por suerte siempre he sido un "Juan sin miedo". Me impresionó. Descendió en Rocafort. Yo tendría veinte años. La cosa no quedó ahí. Una madrugada de sábado me di de bruces con el abuelo Jacinto. Le reconocí por las viejas fotos color ámbar que había por casa. Manco, destrozado, la cara ensangrentada, había fallecido en un accidente: era un zombi cualquiera. Ataviado con un sombrero de fiesta, unas guirnaldas multicolores y tirando confetis por todo el vagón. Era un fiestero, un bala perdida.
Todo fue empezar y no parar. Siempre en el metro. El subsuelo es el mejor hábitat para las almas del purgatorio, terreno abonado. Sucumbí a ese canto de sirenas, a esos túneles negros, infinitos, que se bifurcan una y otra vez hacia ninguna parte, poblados de cadáveres en rebeldía. Al principio no controlaba esos poderes. Interfectos que aparecían y desaparecían por arte de magia. Todo el álbum familiar desfiló ante mis ojos: mutilados de guerra, pomposas damas de mantón y manila, bisabuelos anarquistas, nodrizas pechugonas, piratas del Caribe, veteranos de la Guerra de Cuba… El metro convertido en una máquina del tiempo imposible, en una verbena permanente.
Conocí mujeres, pero ninguna entendió mi especial sensibilidad, mi afición a los temas del mas allá. Y lo que empezó como un juego, me acabó cautivando. Dejé el trabajo, lo dejé todo, para entregarme, sin contemplaciones, a este vicio de los difuntos. Día tras día, recorriendo andenes y vagones con desesperación, buscando almas perdidas, zombis sandungueros, espíritus taciturnos, penitentes de la vida, cofrades de la expiración, con los que compartir unas risas, un pitillo, unas reflexiones.
Poco a poco empecé a controlar esas apariciones, ampliando así la galería de fantasmas. Mis pretensiones son órdenes divinas. Ya no puedo parar. Los domingos de partido, transito por la estación de Les Corts, departiendo con viejas glorias del balón. Así fue como conocí a Kubala. Los días de estreno, en la parada de Liceo, desfilan ostentosas mezzosopranos y altivos tenores. Nada comparable con las fiestas que acaecen en las estaciones de Poble Sec y Paralel, repletas de viejas glorias del” Music Hall”: mujeres de vida disoluta, aprendices de nada, viejos comediantes, estrellas que nunca lo fueron. Así una jornada tras otra. Llevo meses pensando en Elvis, pero nada, no aparece, cosa que confirma que el de Memphis sigue vivo.
Perdonad, no me he presentado. Algunos me conocéis: soy ese caballerete apesadumbrado, de pelo ralo, barba canosa, traje gris raído, que arrastra su carrito por la estación de Catalunya. Duermo en la calle, esperando que me despierte el alba, soñando la hora de apertura de los andenes, para entregarme sin mesura a esta danza de esqueletos.
© Xavier Blanco 2011.
Presentado al concursos de Relatos de Transports Municipals de Barcelona.
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Delicioso personaje que penetra en las entrañas de la mundanal existencia, en un viaje de ida y vuelta por los subterráneos donde transitan los espectros.
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