sábado, 3 de septiembre de 2011

154 Murieron con las botas puestas.


La historia que no nos han contado /1.

La batalla de Little Big Horn tuvo lugar el 25 de junio de 1876, en Little Big Horn, territorio de Montana (EE.UU), entre el 7º Regimiento de Caballería, comandado por el teniente coronel George Armstrong Custer  y varias tribus indígenas al mando del gran jefe sioux Tasunka Witko (Caballo Loco). Fue una de las grandes derrotas del ejército norteamericano. En 1941 Erol Flynn protagonizó la película “Murieron con las botas puestas”, donde se encumbraba la gesta de los hombre de Custer. De todos es sabido que la historia la cuentan los ganadores. En mi último viaje por EEUU un descendiente de Caballo Loco me contó la historia, he intentado recoger sus palabras, imaginar ese día y plasmarlo en este relato...tal vez esto fue lo que ocurrió...  

“El día alboreó gris, calimo. Hacía calor, un calor sofocante, asfixiante, como si el poblado habitase en las praderas del infierno. El viento ululaba, rugía, amplificando el retumbo de los tambores que tocaban a guerra. Los hombres se pertrechaban para una dura batalla. Circunspectos, parcos, sobrios de emociones, sus rostros delataban frío, el que produce el miedo, el que genera el silbido de la muerte martilleando incansablemente los tímpanos. Los caballos alborotados relinchaban, se movían inquietos, intranquilos. El poblado era un hervidero; la polvareda que producía el ir y venir de la muchedumbre cercaba los tipis de una bruma áspera y densa, como si se tratara de un espejismo, de un espectro fantasmal, irreal y etéreo. Las señales de humo ascendían delatoras, dibujando el camino de la dignidad. Las mujeres sombreaban a los guerreros con colores de hostilidad, de confrontación, y cuidadosamente les auxiliaban a revestirse de sus plumajes, de sus amuletos. Los niños asistían a las monturas, ornaban sus crines intentando  tranquilizar a los animales.

Fueron llegando uno detrás de otro, cientos, miles de hombres de las tribus Lakota, Cheyennes y Arapahoes, como una procesión de hormigas laboriosas, hasta convertir el poblado en un terrible termitero, capaz de carcomer los cimientos más duros, de roer al ejército más fiero. El gran jefe Tasunka Witko dio la orden de partir: enmudecieron los tambores, acallaron los gritos de rebelión, se aquietaron los caballos, el viento quedó inmóvil, exánime; un silencio inmortal violentó el entorno, como si la semilla de la muerte hubiera germinado antes de tiempo. Se despedían de las mujeres, de los niños; esos abrazos estaban impregnados de desolación, esos besos sabían a desasosiego. No había lugar para la mentira, ni siquiera para la esperanza: pocos regresarían con vida, tal vez ninguno. Los chavales miraban absortos, sus caras tensas y solemnes, incapaces de entender ese encontronazo, esa disonancia  de sentimientos adultos.

Los hombres iniciaron la marcha. El viento del desierto, agotada la tregua del adiós, comenzó a soplar virulento, hosco, del norte, del oeste, o vete a saber de dónde. El galope de los caballos, unido al aliento de miles de almas, levantaba un polvo denso, intratable, que se elevaba más allá del horizonte como vórtice de tornado. Avistaron al enemigo - cientos de hombres blancos-. Los tambores  ensordecieron y los gritos de guerra, fusionados con el relinchar de los caballos, fragmentaron el cielo en mil pedazos. La polvareda era inmensa, y nos sumergimos en ella como si fuera un mar infinito, miles de espíritus valerosos, sus ojos cubiertos por la venda de la ira, como si la infernal plaga de Egipto se hubiera desatado. Sí, vencimos. Ellos tenían palos de fuego, que disparaban muerte, esas balas zumbaban como mosquitos  ávidos de sangre, esos destellos iluminaban fantasmagóricamente aquella pradera del infierno. Nosotros sólo  teníamos la razón, nada más que la razón: aquella era nuestra tierra, un lugar olvidado de la mano de Dios, pero era nuestra tierra. Los matamos. Así son las guerras. Quedaron allí, mutilados, esviscerados, desmembrados,  amputados. Les aplastamos sus cráneos contra el suelo, les cortamos las cabelleras. Sí, me hubiera gustado estar allí y olfatear esa mezcla de sangre y polvo, ese lodo maldito que genera el odio, el resentimiento, la injusticia atávica. Esa fue nuestra última victoria, nuestro postrero hálito”.

Una luz mortecina se reflejaba en el techo y el rostro del anciano, coronado de nieve, emergía omnipresente, como si se tratara de un Braman, de un hechicero. El abuelo acarició la dermis del chaval  y reinició su discurso. Las palabras salían de su boca, silenciosas, sonando a salmodia, a conjuro secreto. una detrás de otra y con una modulación perfecta, las silabas completas cobraban vida, penetraban y quedaban tatuadas en la piel del chiquillo.

-    Ganamos la batalla hijo; sí, ganamos sin lugar a dudas, pero perdimos la guerra, esa y todas las demás guerras: la de la historia, la de la dignidad como pueblo y la del futuro, esa también la perdimos.  A veces pienso que la historia la escriben para los idiotas, para los guionistas de Hollywood.

El niño lo miraba embelesado; su cara de alcorza contrastaba con los rasgos pétreos del anciano. El abuelo tenía los mismos ojos que aquellos antiguos cazadores de búfalos que poblaron esas tierras. Ciego, podía adivinar la presencia sin ayuda de los sentidos.



- Esta es la historia hijo, la verdadera, la que me contó mi padre, la que le explicó su abuelo, la que tú deberás contar a tus hijos.   El General Custer y el Séptimo Regimiento de Caballería de los Estados Unidos de América no fueron unos héroes, ni siquiera eran valientes, sólo unos haraganes, prepotentes, pendencieros, unos borrachos que no respetaban nada, ni a las mujeres, ni a los niños, ni siquiera a los muertos; no murieron con las botas puestas, se las quitamos, les cortamos las extremidades,  los degollamos. Sí, nos cegó el odio, la ira, la desesperación y  la impotencia.

Era jueves, y los jueves había visita. El sol caía pusilánime camino del ocaso. El chaval abrazó al abuelo y abandonó el recinto. Desde la ventana se podía divisar la gran pradera, cercada en el horizonte por las sombras ennoblecidas de las Montañas Rocosas. El geriátrico iniciaba su letargo. Desde la ventana los tipis de la reserva sioux de Fort Peck, en el Estado de Montana  se dibujaban enmarcados por el humo de las hogueras que  ascendía obediente. Hacía tiempo que no sonaban los tambores; la reserva  venteaba a destilación y a subsidio. 


Tipis indios en Dakota del Sur


©  Xavier Blanco 2011.


5 comentarios:

  1. Xavier, me ha encantado esta historia de indios y vaqueros. Tal vez ocurrió así, tal vez. Enhorabuena por el texto.
    Saludos

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  2. Hola amigo/a, acordaros de firmar los comentarios...Gracias por pasar por aquí, seguro que la historia ocurrió así, el que me la contó era de fiar...
    un abrazo

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  3. Pues he disfrutado de la lectura, la verdad. A pesar de ese final irremediablemente triste, tan válido hoy en día para analizar otros aspectos, de muerte de lo auténtico, de lo que tardó muchos años en madurar, y de repente queda a merced de cuatro pijos con dinero que mueven los hilos del poder.
    Un abrazo desde 'Poemas del volcán?

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  4. Hola Luis, gracias por pasar por aquí, y por el comentario. Ese final es la muerte de lo primario, de la tierra, de los orígenes. Vivimos en un mundo al que sólo le interesa el presente, lo inmediato. Esos indios perdieron la batalla de la historia. En estos tiempos que corren suenan tambores de guerra, de guerra ideológica, donde nos jugamos valores fundamentales, como la solidaridad,como la LIBERTAD, en mayúsculas.
    Un abrazo.

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  5. Sí, es un relato triste, tal cual fue, su historia poco conocida y tan tergiversada. Adecuada para los tiempos que corren, ojala nosostros podamos contar otra historia.

    Besitos

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